Por Jazmín Cueto
La creencia es un pilar fundamental en la experiencia humana. Desde la existencia de “la comunidad” el hombre ha depositado su fe en dioses, valores, mitos, o mismo en otros hombres. Resulta interesante observar como en la actualidad, la tinta agnóstica y atea se ha expandido en las sociedades modernas. Y creer en aquello que no puede comprobarse empíricamente se volvió, para algunos, un gesto ingenuo o incluso absurdo. No obstante, la creencia en la justicia, la libertad, las leyes o en la ciencia, se encuentra más que firme. Cambian los objetos de fe, pero la necesidad de creer persiste.
Si bien la fe no se extinguió y logró trasladarse a otras dimensiones de la condición humana, ¿por qué seguimos creyendo? ¿Qué sentido tiene la fe? ¿Es parte de la naturaleza humana buscar lo trascendente en todo aquello que abarca la experiencia de este mundo, o es una voluntad propia?
Basándonos en la historia, o si se quiere en la antropología, es lógico decir que la creencia responde a una necesidad -psicológica y existencial- humana. Encontrar un sentido que no sólo nos conforme, sino que también organice la realidad y conceptos que nos rodean para no vivir en constante caos.
En la obra “La rama dorada” (1922) El antropólogo James Frazer, argumenta que la creencia en lo sobrenatural o en religiones es una estrategia evolutiva que ayuda al ser humano a lidiar con lo desconocido, a calmar su ansiedad frente a lo impredecible o ante aquello que no puede controlar ni de lo que conseguir respuestas inmediatas.
Así mismo, la creencia religiosa nos presenta a una nueva dimensión: La vida después de la muerte. El pensador Ernest Becker en su libro “La negación de la muerte” (1973) plantea que las religiones ofrecen un «proyecto de inmortalidad». Es decir, una narrativa que le da sentido a la vida. Prometiendo que, de alguna manera, no todo termina con la muerte física. La condición mortal del hombre provoca en el una profunda ansiedad. La cual, canaliza simbólicamente mediante, la ciencia, el arte, su linaje, o religión. La fe satisface por sobre todo una necesidad emocional, más que intelectual. No por nada Gandhi llamaba a la formación espiritual, la educación del corazón, el despertar del alma. Por lo tanto, puede decirse que la creencia es una necesidad humana. Es más: un método de supervivencia.
Confiar como factor elemental de la vida social
Confiar en un otro -en su empatía, lealtad y complicidad- no solo nos vincula, sino que también revela de alguna manera quiénes somos. Proyectamos en el otro las cualidades que creemos poseer; como si fuera una suerte de espejismo, de reflejo.
Esta creencia no es ingenua, sino profundamente humana: necesitamos confiar para habitar el mundo social. Confiar siempre es un riesgo, nadie puede comprobar la sinceridad del otro, pero aún así, elegimos creer. Ya que, si no fuera así, todo vínculo sería precario. Los lazos humanos apuestan por la lealtad, la palabra y los valores comunes del otro.
Esa vulnerabilidad es lo que fortalece los lazos cuando la confianza es correspondida. Así mismo, es también un acto ético, una forma de asumir responsabilidad por la relación. Alguien que no cree en nadie no solo se aísla, sino que también evade el compromiso emocional y social. Esa apuesta cotidiana es la que sostiene amistades, amores, comunidades. De algún modo, creer en los demás otorga un significado a nuestra existencia. Que al atravesar lo cotidiano, da cierta esperanza entre tanta fatalidad. Haciendo posible la vida en común.
La creencia es un fenómeno que nos antecede como individuos en sociedad. El sociólogo Emile Durkheim lo va a definir como “el pegamento que une a las sociedades”. Ya que, al tener valores compartidos -como la justicia, o la democracia- la cooperación entre individuos se vuelve orgánica, haciendo posible una convivencia funcional, cohesiva.
Dudar no siempre es cinismo: es una alternativa
Ahora bien, seria simplista solo escribir acerca de razones por las que sí creer en poderes omnipresentes, citando a todos los autores que lo validen. Sin embargo, al no ser ese mi objetivo, prefiero otorgar perspectiva sobre la creencia en un mundo moderno y digital. Por lo tanto propongo que el texto se autocritique y discuta consigo mismo.
A pesar del claro sendero e infinitos significados que ofrece un sistema de creencia, no puede anularse al escepticismo como alternativa. Optando por una perspectiva filosófica, creer tan extrema y ortodoxamente sin pruebas verídicas puede derivar en un sinfín de tragedias, por no decir guerras. La historia da cuenta de cómo ciertas ideologías, convertidas en dogmas incuestionables, han legitimado la violencia en nombre de un “bien superior”. Por eso, dudar no siempre es cinismo: puede ser también un acto ético, una forma de resistencia frente a la imposición de verdades absolutas. En este sentido, la creencia puede ser vista como un talón de Aquiles que los poderosos tuercen a su favor.
El escepticismo propone dudar y exigir pruebas antes de aceptar cualquier afirmación. Carl Sagan promovía la idea de un “pensamiento escéptico”, es decir, una mentalidad crítica como herramienta fundamental ante la manipulación. En tiempos donde la desinformación circula con rapidez y muchas veces se confunden opiniones con verdades, el escepticismo funciona como un filtro necesario. No se trata de negar todo, sino de creer con responsabilidad. Reconociendo que algunas ideas —por más atractivas o reconfortantes que sean— deben ser cuestionadas si no tienen sustento. Buscando así, una dinámica de creencia más lúcida y ética, que no sea vulnerable a ser usada con fines de control o fanatismo.
No obstante, no puede omitirse el hecho de que el escepticismo puede decantar en un desinterés social brutal. En el cual el humano no dimensiona de que historia es parte o hacia a donde se dirige. Ya no viviendo delante de su Dios, o mejor dicho de su ficción, sino angustiosamente perdido en multitudes.
El secreto del sentido: el sinsentido
En diversos escenarios, el extremismo amenaza contra nuestra vida individual y social. Entonces ¿Por qué creer? ¿Es posible vivir sin creer? Siendo breve, revelar el sentido es una necesidad humana que se expresa tradicionalmente en un sistema de creencias.
En contraste, el sinsentido —lo absurdo, lo inabarcable— no es solo una amenaza al sentido, sino un componente esencial de él. Solo frente al vacío, el ser humano intenta construir significado. Sin embargo, llenar ese vacío con convicciones extremistas o verdades absolutas no resulta viable. Muchas veces, esa urgencia por certidumbre termina generando más violencia que claridad.
Por lo tanto, la no creencia absoluta se desintegra al entender que una no existe sin la otra. La creencia necesita de la duda para sostenerse con humildad, y la duda se alimenta de aquello que no puede negar del todo. No se anulan, tampoco se oponen; se traslucen mutuamente. Creer y no creer son, al fin y al cabo, gestos complementarios de una conciencia que se sabe finita, pero que aún así elige buscar.
La búsqueda de un equilibrio entre ambas corrientes podría ser la mejor respuesta. No rechazar por completo la creencia, sino equilibrar con pensamiento crítico: creer, pero con dudas; confiar, pero cuestionando; aceptar, pero siempre con la disposición de cambiar de opinión cuando la evidencia lo requiera.
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