Por Natalia Cejas

Mar del Plata, Mardel, “La Feliz” es el principal centro turístico de la Argentina. Durante las primeras décadas del siglo XX las clases altas la eligieron como el lugar ideal para disfrutar de las vacaciones. A partir de la década del ’40, con el peronismo y la sanción de nuevas leyes laborales, la clase trabajadora también llegó a sus costas. La mayoría de las familias bonaerenses la elegían y la siguen eligiendo. La mía no fue la excepción.
Compartimos casa con algunos amigos de la familia, alquilamos algún depto, visitamos a una tía que se fue a vivir allí a mediados de los años noventa. Tuvimos varias locaciones. Antes de que yo naciera mi abuelo llegó a tener un chalet en Punta Mogotes, en su época dorada.
El plan era ir a la playa embadurnados en Sapolan o Rayito de sol, meterse al mar, edificar castillos de arena, jugar a la paleta, barrenar en una tabla de Tergopol. Comer churros, choclos, barquillos, sanguchitos, tomar coca y mate. Volver cuando caía el sol y se levantaba el viento. Para los días de lluvia la primera opción era siempre ir a Sacoa.

Después del ´98 se nos complicó ir; la crisis estaba a la vuelta de la esquina. Pero cinco años después, con el repunte económico, fui por última vez con mis viejos en Semana Santa. Apenas cuatro días. Viajamos en tren porque era más barato que el micro. Fue también el último viaje familiar.
Cuando empecé a viajar por mis propios medios elegí otros destinos: el sur, el norte, las sierras, el mar uruguayo. Hasta fui a otras playas bonaerenses. Tenía cierto resquemor por volver. Sentía que era un destino fácil, aburrido y poco original.
Mis dos primeras aproximaciones adultas fueron en temporada baja. Una vez en noviembre, porque un amigo que tenía casa me invitó, y otra en septiembre, por trabajo. Parecía otra ciudad. No estaba llena de gente: se podía estar sentado en la playa tomando mate en silencio, no había que hacer filas interminables para comprar cualquier cosa, la rambla al atardecer era disfrutada por los marplatenses que andaban en bicicleta o rollers. Estas experiencias hicieron cambiar mi sentencia por otra nueva: Mar del Plata es linda cuando no es verano.

Tuvieron que pasar más de veinte años para que volviera a visitarla en su época de esplendor. Era el 2022 y una oferta del programa del gobierno PreViaje, que reintegraba un 40% de los gastos, me tentó. Le dije a mi pareja: “¿Y si vamos a Mar de Plata y hacemos unas vacaciones retro?”. Contratamos un paquete de “cinco días – cuatro noches” con micro, hotel en el centro y desayuno incluido. Un ofertón. Nos compramos unas sillitas y una esterilla para la playa, ya había promociones de fin de temporada. Eran los últimos días de febrero, las clases ya habían empezado, así que no todo iba a ser tan tremendo.
El micro salía a la mañana temprano de la estación Dellepiane. Un territorio desierto y sobre todo a esa hora. Prestamos atención al anunció por pantallas y parlantes, para no perdernos el llamado. Finalmente, algo tarde, apareció el bus. Paseamos por todos los barrios de la zona sur de Buenos Aires antes de agarrar la ruta. Luego de unas siete horas, llegamos a Mar del Plata. Al ingresar al hotel, estuvimos unos cuantos minutos en la recepción hasta que asignaron las habitaciones al nuevo contingente. El edificio tenía una fachada moderna. Pero al subir al primer piso, su verdadera identidad se revelaba. A pesar de la modestia, era limpio y cumplía con lo mínimo indispensable: una cama cómoda y una ducha caliente. También tenía televisión con cable, un lujo.
Después de almorzar algo fuimos directo a la Bristol, la playa principal del centro. Cruzar el umbral de puestos en la entrada del balneario es similar a circular por Once. Una vez atravesada esa línea de fuego nos pusimos en la tarea de encontrar una ubicación potable. Ya eran las cuatro de la tarde y tuvimos que caminar un rato. Nos acomodamos cerca del agua. Pude mojarme los pies en el mar; mi bautismo.

Después tomamos unos mates y nos compramos unos churros para hacer la experiencia completa. Pude comprobar, un poco más tarde, que aplaudir cuando un nene se pierde en la multitud es un ritual que se mantiene. Esa noche también caminamos por la peatonal. No lucía como la recordaba, el fulgor de antaño era ahora decadencia y abandono. Lo único que seguía intacto era la aglomeración humana.
Al día siguiente decidimos alejarnos un poco del centro y caminamos hacia el norte, por la zona de la Perla. Nos ubicamos en una playa con dos escolleras que formaban una herradura. Las olas eran altas y constantes. El cielo estaba diáfano, era pleno mediodía. Decidimos comprarnos una sombrilla por el bien de nuestra piel. Nos compramos para comer algo en un puestito. No recuerdo qué, solo que era grasoso. Luego jugamos al chinchón. Victoriosa me fui a meter al mar.
Por la noche fuimos al Casino Central. Es un edificio monumental de 1939: imponente y hermoso. En su interior cobijaba cientos de personas concentradas en pantallas. La mayoría era gente de la tercera edad. Las arañas y alfombras tramadas contrastaban con el color estridente de los monitores. Más allá del salón de maquinitas, estaba el salón de ruleta clásica. Después de jugar una ficha y perder, nos sentamos en el bar a tomar un trago.

La mañana siguiente nos despertamos con lluvia. Yo tenía plan alternativo, a esta altura ya no era Sacoa. Siempre marco puntos de interés en el Google Maps antes de ir a la ciudad a visitar. Caminamos bajo paraguas, la lluvia no era tan fuerte. Pasamos por Maral 39, el edificio donde se mató Olmedo, y unas cuadras más tarde llegamos a la Torre Tanque. Es un predio de Obras Sanitarias, un monumento histórico que brinda una vista panorámica de toda la ciudad. Después de escuchar la charla del guía y sacar unas fotos, bajamos. La lluvia se había puesto más difícil. Decidimos ir a comer al muelle de pescadores. Quizá no fue la mejor elección, nos empapamos hasta lograr entrar al lugar. Al terminar de comer coincidimos en volver al hotel, para sacarnos el mal humor y la ropa mojada. A la hora, el sol volvió a salir y se secó todo, pero por la hora nos pareció una buena idea ir a conocer el museo de arte provincial: MAR. Un lobo marino de diez metros de altura recubierto en papeles de alfajor Havanna, nos recibió en la puerta.
Al día siguiente nos reencontramos con lobos marinos, esta vez los históricos de piedra que están en el centro. Nos sacamos la foto obligada para todo turista. Luego hicimos una parada en Torreón del Monje, para finalmente llegar a la Varese. La playa estaba al tope: en la edificación del balneario estaba saliendo al aire un programa de Carmen Barbieri. La playa es grande y abierta. El viento se vuelve allí particularmente envolvente, la misión sombrilla fue trabajosa. Una vez logrado el objetivo, los sanguchitos salieron de la heladerita.
Cuando la tarde estaba avanzada volvimos caminando por la costa, una manera de despedirnos del mar. Acercándose la noche el escenario sobre la arena cambia: los mates son ahora cervezas, las familias son ahora adolescentes. De fondo, una avioneta rezagada anunciaba, por un parlante latoso, una obra de teatro con Nito Artaza.
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