El Calchín que yo conocí ya no es el mismo. Ahora es más famoso, por el Julián . Pero en esa época, cuando yo era chico, cada vez que le contaba a alguien que me iba de vacaciones a Calchín me preguntaban “¿dónde queda eso?”.
Cuando les contaba que era un pueblo de Córdoba, me decían “Te vas a las sierras”. No, Calchín no tiene sierras, está en el llano, a 110 al sur de la capital. No tiene ningún atractivo turístico: no hay montañas, ni termas, no tiene viñedos, ni siquiera un balneario. Por eso, para mí, es el lugar más turístico de todos: el turismo no es otra cosa que experiencia vivida.
El Julián lo hizo mundialmente famoso justamente por eso, porque él ganó un mundial. Ahora hasta le hacen móviles en vivo en los noticieros nacionales. ¿Y qué veo en esos móviles? Calles pavimentadas, barrios, cámaras de seguridad, “adelantos” y hasta un parque industrial. Pero mi Calchín ya no está más.
En 1970 yo tenía seis años y todavía faltaban treinta para que el Julián naciera. Yo iba a Calchín dos veces por año porque mi mamá había nacido ahí y estaba toda mi familia.
Íbamos a la casa de mi abuela. Una construcción antigua, con paredes de ladrillos visto, ventanas de hierro con celosía, techos altos, sin baño, con un escusado al fondo y sin agua corriente. En el patio estaban las dos fuentes de agua: el aljibe (de donde sacábamos agua para tomar) y la bomba (con agua para lavar). Muchas casas eran así.
En la ciudad en la que yo vivía si había baño y agua corriente. Así que una bomba y un aljibe eran magia pura. La casa estaba sobre una avenida recubierta con una capa de arena gruesa que evitaba el barrial de los días de lluvia, con una arboleda de cipreses altísimos del lado sur para atajar el viento y más allá la ruta 13, que la conecta con la ciudad de Córdoba.
A la hora de la sienta el único que andaba por la calle era el viento, que silbaba entre las hojas de los árboles para hacerse notar.
Era un pueblo muy chico, apenas dos mil quinientos habitantes, donde todos se conocían y los de afuera resaltábamos. Un día, yendo de la casa de mi abuela a la de mi tía, que estaba en la otra punta del pueblo, me perdí y me puse a llorar. Alguien que pasaba me preguntó quién era y me indicó como llegar.
Donde yo vivía conocía a todos los de mi cuadra, pero conocer a todos los habitantes de un pueblo era una rareza absoluta. En los veranos calurosos, cuando iba al club, que ahora lleva el nombre del Julián, resaltaba como una mosca en la leche y, por un rato, acaparaba todas las miradas. Una sensación de extrañeza orgullosa que solo ahí sentía y que buscaba permanentemente en las despensas, los quioscos, en la plaza. Eso era, yo iba a Calchín a sentir.
Pero lo que más me llamaba la atención era que todos en el pueblo parecían ser mis parientes. Muchísimos conocían a mi papá. Después entendí por qué. Mi familia paterna fue de los fundadores de Córdoba. Llegaron de Portugal en el 1600 y pico y fueron dueños de una gran parte del territorio donde ahora hay varios pueblos y ciudades, entre ellos Calchín. Hay monumentos de mis antepasados en algunos de ellos. Hasta con el Julián somos parientes.
En aquella época yo no sabía nada de esto. Simplemente, la pasaba bárbaro durante las siestas silenciosas, llenas de viento y torcacitas. O siguiendo con la mirada el cruce de las gallinas del patio de mi abuela al del vecino. O haciendo mil preguntas a mi tío mientras trabajaba en su taller mecánico; haciendo eco en el aljibe o comiendo los ravioles de mi abuela; escuchando las charlas interminables de mis padres y mis tíos o haciendo chistes con mi primo sobre su tonada y la mía.
La cantidad de árboles en las veredas, el piso de lajas de la plaza, las calles anchísimas. La iglesia con su frente curvo y sus bancos con los nombres de la familia que lo donó. El club donde los muchachos se juntaban a jugar a las cartas y tomar vino; el cine y la heladería de mi tío. El sabor de esos helados. Las veredas de ladrillos. Las facturas inmensas y el pan casero. La amabilidad en la atención de los comerciantes; el cementerio. Todo era fantástico para mí.
Y cuando volvía a mi casa extrañaba esas sensaciones. Cada tanto pasaba mi primo con el camión rumbo a Buenos Aires y se quedaba en casa y charlábamos horas o se quedaba mi abuela y cocinaba sus ravioles, pero ni las charlas ni los ravioles tenían el mismo sabor que en Calchín. ¿Le pasará al Julián lo mismo?
Evocando Calchín, reflexiono sobre el turismo. Y digo: turismo es experiencia. Podés aburrirte en la torre Eiffel y pasarla bomba en el medio de la nada, si estás en sintonía. Cómo poder regresar alguna vez a esa sensación…
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